1. Signos de represión cívica.
Los orígenes de la ciudadanía se remontan a casi tres milenios atrás, pero, salvo contadísimas excepciones, las mujeres tan sólo han podido disfrutar de su parte correspondiente de derechos cívicos desde hace escasamente un siglo, y siempre en los estados más liberales.
Esta contradicción yuxtapuesta se ha explicado en ocasiones alegando que la ciudadanía, particularmente en su modelo cívico republicano, es una condición inventada por hombres en su propio beneficio. La areté aristotélica, la virtus de Cicerón o la virtù de Maquiavelo son todas esencialmente masculinas, a la par que cualidades de la ciudadanía. La escritora inglesa Rebecca West resumía, no sin cierta aspereza, esta supuesta polarización entre la naturaleza masculina y la femenina:
"La palabra "idiota" viene de la razón griega que significa "persona ignorante". La idiotez es defecto masculino: las mujeres, absortas en sus vidas privadas, siguen su destino a través de una oscuridad tan negra como la que arroja en el cerebro un conjunto de células malformadas. El defecto masculino, que es la locura, no le anda a la zaga; los hombres están tan obsesionados con los asuntos públicos que ven el mundo como al claro de luna, esa luz que muestra el contorno de los objetos pero no los detalles indicativos de su naturaleza".
Esta asumida dicotomía entre mujer privada y hombre público suele venir acompañada de otra distinción. Tradicionalmente, la ciudadanía se basaba en la propiedad privada, y ésta estaba mayoritariamente en manos masculinas. Incluso en estados liberales con tradición en derecho común, hasta el siglo XIX la mujer casada era considerada cívicamente no-persona en virtud del llamado "amparo", esto es, pasaba a adoptar la identidad legal del marido, el cual "amparaba" a la femme covert y, de paso, se hacía con las propiedades de aquélla. Un claro ejemplo al respecto puede encontrarse en Canadá, donde, en 1916, una mujer fue nombrada magistrado en la provincia de Alberta. Al presentarse en el tribunal se cuestionó su derecho a tener estatus judicial ya que, como mujer, no era una "persona" a ojos del derecho común inglés. Tendrían que pasar trece años para que el Consejo Privado del soberano ( Privy Council) concediera a las mujeres canadienses la posibilidad de ser "personas" ante la ley.
Nuestro interés principal radica en conocer cómo las mujeres han logrado una posición cívica más igualitaria a lo largo de la pasada centuria. No obstante, para ello necesitamos remontarnos brevemente al panorama histórico anterior, contra el cual se reaccionó y fue posible el progreso.
En la época clásica las mujeres carecían de derechos. Su lugar era la casa, y su misión ocuparse de los hijos. La participación en los debates públicos y la valoración crítica de las figuras públicas, aspectos estos esenciales tanto para la polis como para el estilo republicano de ciudadanía, eran considerados contrarios a la conducta ideal de la condición femenina. En la conclusión de su "Oración fúnebre", Pericles se dirige a las mujeres presentes en el cortejo fúnebre en los siguientes términos:
Para vosotras será una gran fama[...] que entre los hombres se hable lo menos posible de vosotras, sea en tono de elogio o de crítica (Tucídides).
Sófocles dejó constancia de su opinión desde el ángulo opuesto, al afirmar que "a una mujer le sirve de joya el silencio".
Pero la negativa de los antiguos a que las mujeres adquirieran el mismo grado de ciudadanía que los hombres tenía raíces mucho más profundas. La ciudadanía no sólo estaba diseñada a imagen del hombre, sino que el ciudadano varón adulto constituía el ideal de ser humano, una interpretación que se encuentra en la definición aristotélica de ciudadanía. Estaba más que extendida la opinión de que las mujeres carecían de las cualidades físicas y mentales para desempeñar ese papel; por tanto, la imposibilidad de ser ciudadanas no se debía sólo a que su naturaleza se lo impedía, sino también, de igual modo, a que formaban parte de la otra mitad- la inferior- de la raza humana. En líneas generales las mujeres griegas no habrían tenido la fuerza muscular necesaria para servir, por ejemplo, como hoplitas, un deber que se suponía a los ciudadanos. ¿Pero acaso carecían de cualidades mentales? Aristóteles dejó clara su misógina opinión al respecto con una franqueza inequívoca: "El esclavo carece completamente de facultad deliberativa", mientras que "la mujer la tiene, pero falta de seguridad; y el niño la tiene, pero imperfecta".
Por otro lado, la opinión de Platón se apartaba de lo esperable para la época. En su "República", concretamente en sus deliberaciones sobre la clase elitista gobernante, hizo todo lo posible en pro de la participación de las mujeres incluso a ese nivel. Así se refleja en el siguiente diálogo.
-¡Qué hermosos son, oh, Sócrates-exclamó-, los gobernantes[...]
-Y las gobernantas, Glaucón-dije yo-. Pues no creas que en cuanto he dicho me refería más a los hombres que a aquellas de entre las mujeres que resulten estar suficientemente dotadas.
-Nada más justo-dijo-, si, como dejamos sentado, todo ha de ser igual y común entre ellas y los hombres.
Estaban de acuerdo, pues, en que, en este estado ideal, las mujeres deberían recibir la misma educación e instrucción. No debemos, por tanto, afirmar que la mujer estaba totalmente excluida de los debates sobre la actividad ciudadana.
Una imagen similar de esta discriminación generalizada- que no universal- se dio en la Europa medieval, si bien en esta etapa resulta más sencillo extraer ejemplos de la práctica que de la teoría de la ciudadanía. Las mujeres del Medievo fueron víctimas del contexto cristiano que forzosamente les tocó vivir. San Pablo nos transmitió el prejuicio de los griegos con una orden de silencio. "La mujer no tiene ni voz ni voto. Debe estar callada en la iglesia...". Y santo Tomás de Aquino describió a la mujer como "necesaria para la conservación de la especie, o como el alimento y la bebida"; y lo que es peor, la mujer era Eva, la receptora del pecado.
En términos de participación activa en la sociedad, los primeros siglos de la Edad Media vieron cómo algunas mujeres destacaban en el comercio y la artesanía, oficios que, más adelante, pasarían a ser regulados por los gremios. Y ahí estaba la raíz del problema: la ciudadanía era municipal, y estaña íntimamente ligada a la pertenencia gremial, Por tanto, si las mujeres eran excluidas de estas fraternidades masculinas, obviamente se les negaría cualquier forma de ciudadanía. No obstante, y para ser honestos, no existen muchas pruebas que avalen el apoyo de las mujeres a los ciudadanos cuando éstos pugnaron por conseguir la libertad cívica.
La cuestión de si las mujeres podrían o no ejercer el derecho a voto en las elecciones nacionales durante el período medieval y en la Edad Moderna se debatió exclusivamente en Inglaterra, pero era un derecho que, especialmente en los municipios, se caracterizaba por ser vago y confuso. No obstante, existía una disposición clara: el derecho a votar estaba subordinado a la posesión de bienes. Las mujeres casadas carecían de propiedades, pues éstas pertenecían a su marido pero, ¿qué sucedía en el caso de las viudas, que sí eran propietarias, o de las abadesas, dueñas de importantes bienes inmuebles en sus respectivas órdenes religiosas? De hecho, se recogen casos de mujeres, únicas titulares de plena propiedad, que designaron a miembros del Parlamento y, en una fecha tan tardía como el reinado de Jacobo I, una mujer soltera que reuniera los requisitos de propiedad era considerada apta para ejercer el derecho a voto, si bien esta ley fue evocada en 1644 por el distinguido jurista sir Edward Coke.
La Guerra Civil inglesa animó el debate político, por lo que habría sido chocante que las mujeres no hubieran intentado involucrarse. El incidente más famoso tuvo lugar en 1649, cuando un grupo de féminas "residentes en los municipios de The City, Westminster, Borough of Southwark, Hamblets y lugares próximos a la Cámara de los Comunes" presentaron una petición al gobierno de Cromwell con la que reclamaban la libertad del radical John Lilburne y de sus compañeros, así como la reparación de diversos agravios. En la petición se alegaba que, "dado que [las mujeres] estamos convencidas de que somos creadas a imagen de Dios, y que nuestro interés por Cristo es idéntico al mostrado por los hombres", tenían también el derecho a "recibir su parte proporcional de la libertad de esta República".
Así y todo, estos gestos tenían un tono tan sólo tentativo si los comparamos con las patrióticas concentraciones realizadas por las mujeres estadounidenses a favor de la causa revolucionaria , o con la conciencia política que se despertó en las mentes femeninas a raíz de la Revolución francesa y de la proclamación de los derechos del hombre y del ciudadano. Las mujeres desempeñaron algunas funciones de vital importancia durante la revolución francesa: la mal llamada Marcha de las Mujeres hacia Versalles, en octubre de 1789; el activismo político de la extraordinaria madame Roland, esposa de un ministro girondino; Charlotte Corday, que asesinó a Marat, y las llamadas tricoteuses, que se regodeaban al ver cómo la máquina del doctor Guillotin se despachaba con los contrarrevolucionarios.
Ya de forma más tranquila, las mujeres francesas comenzaron la campaña por sus derechos, propósito con el cual se creó, en1790, el Cercle social. También fue esta lucha el motivo por el que la famosa- al menos a ojos de muchos hombres- Olympe de Gouge (como se denominaba a sí misma), panfletista y dramaturga, elaboró en 1791 un panfleto titulado "Declaración de los derechos de la mujer". Todo esto pretendía que las mujeres recibieran un trato semejante al dispensado a los hombres, y para ello bastaba con interpretar literalmente el lenguaje de la Declaración de Derechos del Hombre, algunos de cuyos artículos reproducimos a continuación:
1.La mujer nace libre y tiene los mismos derechos que el hombre[...]
3.El principio de toda soberanía descansa en la nación, que no es sino la reunión del hombre con la mujer[...]
6.Todas las ciudadanas y todos los ciudadanos, al ser iguales ante los ojos de la ley, deben ser iguales para ser admitidos en todos los puestos públicos, cargos, empleos[...]
10.La mujer tiene derecho a subir al patíbulo, por lo que igualmente debería tener derecho a subir a la tribuna.
El artículo 10 era premonitorio: De Gouge subió al patíbulo en 1793, donde murió ejecutada bajo acusaciones de contrarrevolucionaria y antinatural.
Por esta fecha los clubes de mujeres crecían ya por toda Francia, tanto para realizar obras benéficas y apoyar a la población civil durante la guerra como para actuar como grupos de presión. A pesar de su patriotismo revolucionario, no contaron con el más mínimo apoyo por parte de los políticos jacobinos varones. El comentario realizado por el temible agente del terror Amar parece casi una cita aristotélica: "Por lo general, las mujeres apenas si son capaces de concepciones elevadas y de serias cavilaciones". Esto ocurría en octubre de 1793, cuatro días antes de que De Gouge fuera ejecutada y de que se prohibieran los clubes de mujeres.
Pero los efectos de la Revolución francesa no se limitaron al contexto galo. Unos años después de que viera la luz el panfleto de De Gouge, una mujer perteneciente a los círculos ingleses más radicales, Mary Wollnstonecraft, publicaba su "Vindicación de los derechos de la mujer", una obra más sustanciosa que aquélla y la primera publicación feminista de relevancia. En este libro la autora presentaba el sempiterno dilema de las feministas moderadas, es decir, cómo compaginar una vida cívica y pública con las obligaciones domésticas y familiares cuando el marido es el sostén de la familia y trabaja toda la jornada.
En este libro, Wollstonecraft intenta resolver esta dificultad concibiendo un papel cívico para la mujer bien definido y factible, aparentemente de menor importancia- protesta- pero idéntico al perseguido por los hombres. Así, proyecta su imaginación hacia el futuro:
"Yo recreé la imaginación [...] y supuse que en un momento o en otro la sociedad estaría constituida de tal modo, que el hombre debería desempeñar plenamente sus deberes como ciudadano, o si no sería despreciado, y que mientras se ocupase de alguna de las funciones de la vida civil, su esposa, también activa ciudadana, intentaría de igual modo ocuparse de su familia, educar a sus hijos y ayudar a sus vecinos".
Y, lejos de dejarlo aquí, continúa del siguiente modo.
"Pero para que ella sea realmente virtuosa y útil, y si desempeña sus deberes civiles, no debe desear de una manera individual la protección de las leyes civiles; su subsistencia no debe depender de la generosidad de su marido mientras él viva, ni que ésta sea su soporte cuando muera".
Pero las razonables exigencias de De Gouge y Wollstonecraft no pudieron con las convicciones- o, si se prefiere, prejuicios- masculinas del momento, que aún habían de perdurar varias décadas. De hecho, las mujeres francesas no consiguieron el derecho al voto hasta siglo y medio después de que Gouge publicara su panfleto, y habría que esperar casi cien años tras la aparición del libro de Wollstonecraft para que las esposas inglesas pudieran conservar sus propiedades. Tras el entusiasmo de la revolucionaria década de 1790, pasaría al menos medio siglo antes de que el tema de los derechos de la mujer estuviera de nuevo candente y despuntara una nueva era en la que el derecho femenino al voto fuera una realidad.
2. Los primeros derechos.
El derecho a voto, un sencillo pero fundamental indicador de ciudadanía, fue concedido por vez primera a las mujeres en 1893, en concreto a las neozelandesas. Todo lo contrario a lo sucedido un siglo más tarde, en 1999, en el Parlamento kuwaití, la única asamblea del Golfo elegida por el pueblo, pues ésta rechazó una propuesta destinada a otorgar a las mujeres derechos políticos plenos para el año2003. La obtención de los derechos cívicos de la mujer ha sido, claro está, un proceso arduo que aún hoy sigue sin concluir.
Aparte de Nueva Zelanda, otro pequeño número de países poco poblados concedieron el voto a las mujeres antes de la Primera Guerra Mundial: Australia, Finlandia, Noruega y algunos de los estados que constituyen los Estados Unidos de América. Por lo que respecta a los países más poderosos, fue en los Estados Unidos y en Gran Bretaña donde los movimientos vanguardistas de ciudadanía iniciaron su actividad particularmente eficaz y temprana, allá por el siglo XIX.
El activismo público de las estadounidenses, principalmente las mujeres de clase media, se desarrolló en diversas etapas. La Revolución supuso un estímulo poderoso y, más adelante, entre 1800 y 1830, colaboraron con el Segundo Gran Despertar, movimiento de corte religioso contrario al proceso de industrialización. A esto siguió, a partir de la década de 1840, la campaña por la abolición de la esclavitud (concretamente en 1848 un grupo redactó una Declaración de Sentimientos, de la que hablaremos más adelante). Tras la Guerra Civil, muchas mujeres se organizaron para llevar a cabo actividades de corte social, trabajando de "auxiliares sociales" o impulsando campañas contra el consumo de alcohol. Es más, la experiencia adquirida en el movimiento a favor de la abstinencia dio pie a movilizaciones a nivel nacional con las que se exigía el sufragio femenino, y que se hicieron especialmente fuertes sobre todo a partir de 1890, aproximadamente.
Pero volvamos a la Declaración de Sentimientos anteriormente mencionada. Las dos activistas principales dentro del movimiento para la abolición de la esclavitud eran Lucrecia Mott y Elizabeth Cady Stanton. Frustradas ante la imposibilidad, como mujeres, de hacerse oír políticamente, decidieron reivindicar su derecho al voto. Stanton vivía en Seneca Falls, en el norte del estado de Nueva York, donde logro reunir, concretamente en Wesleyan Chapel, a alrededor de doscientas mujeres con el fin de redactar un documento para esta campaña. Del mismo modo que Olympe de Gouge se había hecho eco de la Declaración Francesa de Derechos, la Declaración de Sentimientos de Seneca Falls difundía la Declaración Americana de Independencia, eso sí, con tono un tanto agrio, como prueban los siguientes extractos:
"Mantenemos que las siguientes verdades son obvias: que todos los hombres y mujeres son creados iguales [...] La historia de la humanidad es la historia de repetidas vejaciones y usurpaciones por parte del hombre con respecto a la mujer[...] Nunca le ha permitido ejercer su derecho inalienable al voto[...] La ha obligado a someterse a unas leyes en cuya elaboración no tiene voz[...] La ha privado de uso derechos de los que disfrutan hasta los más ignorantes y degradados, independientemente de que sean del país o no [...] Ahora que las mujeres nos sentimos agraviadas, oprimidas y privadas ilegalmente de nuestros derechos más sagrados, reclamamos que se nos concedan todos los derechos y privilegios que nos pertenecen como ciudadanas de los Estados Unidos de América".
Elizabeth Cady Stanton y sus compañeras consiguieron un éxito inmediato, pues ese mismo año el estado de Nueva York aprobó la Ley Patrimonial de Mujeres Casadas, un ejemplo que seguirían otros estados. No era extraño que las reformas a la Constitución federal estadounidense se produjeran de forma tan poco sistemática, y la concesión del derecho al voto femenino no habría de ser una excepción. Wyoming abrió el camino en la temprana fecha de 1869, y otros diez estados le siguieron entre 1893 y 1914.
Estas reformas se consiguieron en buena medida gracias a los movimientos sufragistas, que fueron inicialmente dos, hasta su fusión en 1890. El más combativo de estos grupos era el dirigido por Susan b. Anthony, decana de las actividades públicas de las mujeres, que colaboró tano en campañas abolicionistas y proabstinencia como en otras iniciativas destinadas a luchar por los derechos de la mujer. Su contribución a la causa femenina fue tan importante que cuando el sufragio femenino se incorporó, por medio de la Decimonovena enmienda, a la Constitución en 1920, recibió el sobrenombre de "Enmienda de Susan B. Anthony".
Al igual que sucedía en los Estados Unidos, también en Inglaterra las mujeres activas en la vida pública lucharon desde diversos frentes, que a veces se solapaban entre sí, para mejorar las condiciones sociales, acceder a la educación superior, abrirse a la vida profesional y conseguir derechos civiles y políticos. No obstante, en comparación con sus hermanas del otro lado de Atlántico, y a pesar del camino abierto con la publicación del libro de Mary Wollstonecraft, los esfuerzos de las inglesas no tuvieron la eficacia deseada hasta, por lo menos, mediados del siglo XIX. Durante más de un cuarto de siglo Barbara Leigh Smith (madame Bodichon) trabajó incansablemente para conseguir reformas legales, esfuerzos que se vieron recompensados con la aprobación de la Ley Patrimonial de Mujeres Casadas en 1882.
El sufragio femenino se convirtió en un tema de máxima actualidad en la década de 1860. Cuando en 1866, los liberales redactaron una solicitud de reforma para la ampliación del derecho al voto, un comité presentó también una petición ante la Cámara de los Comunes solicitando la inclusión de las mujeres, iniciativa que recibió un apoyo masivo. John Stuart Mill, por entonces parlamentario 8cargo que ocuparía durante un corto tiempo, entre 1865 y 1868), apoyó la enmienda en el debate del siguiente año. Como era de esperar, la propuesta no sólo no prosperó, sino que suscitó algunos comentarios poco agradables. Pero Mill ya estaba muy comprometido con la causa: en 1861 había escrito un ensayo titulado "El sometimiento de las mujeres", un texto contundente y de lógica meridiana que no publicó hasta 1869 y que, junto con "Vindicación...", de Wollstonecraft constituye uno de los primeros alegatos de poderoso compromiso por la defensa de los derechos de la mujer de, quizás, todos los tiempos. Así, afirma de modo categórico que
"la subordinación legal de un sexo al otro [...] es errónea en sí misma, y en la actualidad constituye uno de los mayores obstáculos para la evolución humana".
Las mujeres inglesas lograron participar de forma activa en los asuntos locales antes de conseguir el derecho al voto a escala nacional. En las décadas de 1870 y 1880 comenzaron a participar en los consejos escolares y en la junta de Guardianes de la Ley de Pobres, mientras que algunas se convertían en concejalas de sus respectivas parroquias. No obstante, un buen número de mujeres no iban a quedarse satisfechas hasta lograr el derecho a voto nacional. Así, comenzaron a surgir las sociedades sufragistas, que se amalgamaron como la Unión Nacional de Sociedades de Sufragio Femenino (siglas inglesas NUWSS), a la cabeza de la cual se encontraba Millicent Fawcett. Pero la actitud, demasiado sumisa, mostrada por ésta no pudo con la consolidada oposición masculina. De ahí que, en 1903, se fundara una organización más militante, esta vez de la mano de Emmeline Pankhurst y de su hija Christabel, ambas influidas por un discurso pronunciado por Susan B. Anthony en Manchester. Esta nueva organización recibió el nombre de Unión Política y Social de las Mujeres (siglas inglesas WSPU), cuyas integrantes eran conocidas como las "sufragistas".
Especialmente en los años comprendidos entre 1906 y 1914, el ingenio y las valerosas acciones de las sufragistas para conseguir publicidad para su causa despertaron el interés de todo el país. Más adelante, durante la Gran Guerra, las mujeres demostraron su capacidad para desempeñar trabajos "de hombres" (con el fin de que la población masculina más joven pudiera unirse al frente), por lo que carecía ya de sentido seguir negando el sufragio femenino. Así, en 1918 consiguieron este derecho las mujeres mayores de 30 años, edad que descendió hasta los 21 en 1928.
Por otro lado, las mujeres británicas continuaban sometidas a un estado de incapacidad jurídica y discriminación flagrante. De ahí que, bajo el liderazgo de Eleanor Rathbone, la NUWSS se transformara en la Asociación por una Ciudadanía Igualitaria. Sin embargo, la discriminación no afectaba exclusivamente a las ciudadanas británicas; desde una perspectiva mundial, apenas si había comenzado la labor de exigir justicia para la mujer.
3. Siguen las dificultades.
También en Europa algunos estados se mostraron excesivamente rezagados a la hora de aprobar el derecho al voto para las mujeres, tal y como revelan la fecha francesa (1946) o la suiza (1971). El derecho al sufragio es, qué duda cabe, un paso importante, pero el viaje hacia la ciudadanía plena no ha finalizado; aún hace falta lograr una adecuada representación en asambleas legislativas y gobiernos con el fin de garantizar la igualdad de oportunidades en el terreno laboral y, cómo no, para protegerse de las múltiples formas de opresión y primacía masculinas. Véanse, si no, las grandes diferencias que existen en materia de ciudadanía entre las mujeres de distintas latitudes: por ejemplo, en 1999 40% del Parlamento sueco estaba compuesto por mujeres, mientras que en Grecia la proporción era del 6%.
Cuando, en la década de 1990, el control comunista en la Unión Soviética y en Europa del Ese y las dictaduras de ciertos estados latinoamericanos y africanos dieron paso a regímenes democráticos, surgió la cuestión de cuál era el lugar que debían ocupar las mujeres. El movimiento femenino ruso acuñó el siguiente lema: "Una democracia sin mujeres no es democracia", una máxima que sería adoptada más allá de la frontera rusa. El pensamiento y movimiento feminista ya florecía por entonces en el mundo occidental (desde la década de 1960) en forma de una "segunda oleada" de peticiones que exigían cambios en la situación de la mujer en cuanto a su identidad y papel dentro de la ciudadanía. Estas exigencias no constituían, ni mucho menos, un programa unificado; de hecho, a lo largo de la historia podemos distinguir tres posturas básicas.
Una de ellas es la actitud que Aristóteles adoptó al respecto, es decir, las mujeres debían ser apartadas completamente de la ciudadanía, pues su naturaleza les impide desempeñar esta función. La postura opuesta es la representada por Mill, esto es, no debería haber distinción alguna entre hombres y mujeres. A la tercera posición, la más interesante de todas, se alude en ocasiones con el nombre de "maternidad republicana", un ideal que recibió muchos apoyos a partir del siglo XVIII, sobre todo en los Estados Unidos. Mientras que la teoría republicana cívica más básica ofrece un modelo de varón que se mueve en el ámbito público mientras la mujer se ubica en el entorno privado, la maternidad republicana retrataba a la mujer como la figura sobre la que recae el papel vital de tender un puente entre estos dos ámbitos totalmente separados. Este proceso podría realizarse mediante actividades que las mujeres pudieran llevar a cabo gracias a sus aptitudes personales.
Rousseau apuntó precisamente a este principio, a pesar de todos sus prejuicios contra las mujeres. En su opinión, los hombres sólo pueden ser buenos ciudadanos si viven en un ambiente doméstico que sea propicio para el desarrollo y mantenimiento de la virtud cívica. De ahí que se preguntara.
"Como si el amor que uno tiene a sus allegados no fuera el principio del que se debe al Estado; como si no fuera por la pequeña patria, que es la familia, por donde el corazón se une a la grande".
Wollstonecraft también comenzaba a pensar en esta línea.
En el siglo XIX, este ideal había ya alcanzado los Estados Unidos en forma de panoplia de actividades femeninas cívicamente virtuosas: cultivar la mentalidad moral y patriótica de las generaciones más jóvenes; realizar buenas obras en el vecindario por medio de iniciativas individuales o a través de clubes, o de la iglesia; participar en grupos de presión de ámbito local para exigir reformas morales y sociales. Si las mujeres, de modo consciente, se involucraban en estas actividades, ¿acaso no consistía en esto la ciudadanía? Y si desempeñaban dichas tareas, ¿tendrían el tiempo suficiente para llevar a cabo las formas de ciudadanía diseñadas, en principio, para el hombre? Precisamente esta última pregunta estaba detrás de una famosa sentencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos en 1961, a raíz de la distinción que el estado de Florida hacía entre sus ciudadanos para ser parte del jurado: obligatorio para los varones y como servicio voluntario para las mujeres. Así dictaba la sentencia:
"Aún se considera a la mujer el centro del hogar y de la vida familiar. Podemos decir que el Estado, en su búsqueda del bienestar general, puede decidir que la mujer sea liberada de la obligación ciudadana de servir como jurado, a no ser que ella misma decida que puede compaginar la prestación de ese servicio con sus obligaciones personales".
Desde los años sesenta, los argumentos feministas han seguido tres vías principales. La primera de ellas es la liberal, una búsqueda constante por conseguir la igualdad civil y política. La segunda es la vía socialista, reafirmada por la interpretación de Marx y Engels de que tanto la economía como la familia han estado siempre dominadas por el hombre, lo que provocó manifestaciones que exigían igualdad de oportunidades en el trabajo y más ayudas estatales a la familia. El tercer argumento responde a la idea de que la ciudadanía debería sufrir una transformación drástica para que las aportaciones intrínsecamente femeninas de cuidado a la familia, al vecindario o al medio ambiente se constituyan en rasgos integrales de identidad y estatus.
No debemos olvidar, sin embargo, que estos programas han sido principalmente diseñados por mujeres de clase media, residentes en un mundo relativamente rico como es el occidental. El gran número de mujeres que viven aún en sociedades fuertemente patriarcales no pueden, ni tan siquiera, concebir la autonomía ciudadana. Además, para los cientos de millones de féminas que sufren el azote de la pobreza en los países subdesarrollados, cualquier forma de ciudadanía supone todavía un lujo, que bien desconocen, bien ni tan siquiera se pueden permitir considerar, dada la dura batalla que han de librar por la supervivencia.
(Heater D. Ciudadanía. Una breve historia. Alianza Editorial. Ciencia Política. Madrid. 2007)